La justicia de Dios y la amargura del corazón. Sugel Michelen

Como veíamos en la entrada anterior, nosotros fuimos hechos a la imagen de Dios y eso incluye un anhelo porque la justicia prevalezca. Nos sentimos mal cuando el malhechor se sale con la suya; y eso se agrava cuando nosotros somos los agraviados. Por eso es crucial que nos veamos a nosotros mismos a la luz del evangelio. Somos pecadores salvados por gracia que no merecemos nada, excepto el infierno. Pero eso no elimina el problema que plantea la imagen de Dios en nosotros. Queremos que la justicia prevalezca, que el círculo moral se cierre apropiadamente; de ahí la necesidad de que ejerzamos fe en la administración de la justicia de parte de Dios.

  Eso es lo que Pablo plantea en Rom. 12:17-21. Pablo dice allí que la venganza pertenece al Señor; Él se encargará en su momento de que cada cual reciba lo que merece: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”. Él se encargará de cerrar el círculo moral, y nuestro sentido de justicia quedará plenamente satisfecho. No tenemos que tomar la justicia en nuestras propias manos; Dios nos dice que debemos descansar tranquilos sabiendo que Él se encargará del asunto. Por esto Pablo nos dice que debemos dejar lugar para la ira de Dios.


 Cuando tomamos venganza por nosotros mismos estamos sustituyendo la ira de Dios por la nuestra; no estamos dejando lugar para la ira de Dios. Y lo que es aún más terrible: estamos dudando de la justicia de Dios. Cuando tomamos venganza con nuestras propias manos y damos rienda suelta a nuestra amargura y resentimiento, estamos actuando en incredulidad, no estamos confiando en la promesa que Dios nos ha dado de que Él pagará. “Sí, yo sé que te han tratado injustamente – dice Pablo; y sé que esa persona merece ser castigada por lo que ha hecho; y sé que aun no ha recibido su merecido. Pero no te corresponde a ti aplicar el castigo. Dios se encargará de este caso como tú no puedes hacerlo. Él puede ver el mal desde todos los ángulos, algo que tú no puedes hacer; y por lo tanto, cuando administre la justicia, será una justicia cabal y completa, una justicia que tomará en cuenta todos los aspectos del mal que ha sido hecho”. 


 Amado hermano, amada hermana, ¿tú crees en esa promesa de Dios? Porque solo la fe en esa promesa te ayudará a vencer la amargura y el resentimiento. Él nos promete que se encargará de juzgar a nuestros enemigos y de darles el pago, para que nosotros podamos ahora dedicarnos con tranquilidad a amarles sin que nuestro sentido legítimo de justicia nos llene de indignación. Esa fue la forma como nuestro Señor Jesucristo lidió con este asunto, enseñándonos con Su ejemplo cómo debíamos actuar en una situación semejante. 


Nadie ha sido nunca tratado tan injustamente en el mismo grado en que lo fue nuestro Señor Jesucristo. Él era sin pecado, nunca dañó a nadie; por el contrario se dedicó activamente a buscar el bien de otros, hasta el punto de dar Su vida por personas que no lo merecían en absoluto.


 Nadie ha merecido nunca más honor que Jesús, y nadie ha sido, ni será nunca, más deshonrado que Él. Si alguien tenía derecho a sentirse amargado y desilusionado, deseoso de tomar venganza fue Cristo. Pero ¿cómo se enfrentó Él con esta situación? “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente (1P. 2:22-23)”. Cristo sabía que no tenía que vengarse en ese momento de todos aquellos que le hacían mal injustamente, porque había encomendado Su causa en las manos de Dios. 


Él descansó tranquilo en la justicia de Su Padre, y más bien se dedicó a orar por arrepentimiento para aquellos que le maltrataban (comp. Lc. 23:24). Y Pedro nos dice explícitamente que ese es el ejemplo que debemos seguir. Algún día se hará justicia, y nosotros descansaremos tranquilos, no porque nos alegraremos de ver venir el mal sobre aquellos que nos hicieron mal, sino porque nuestro sentido de justicia quedará plenamente satisfecho, y porque veremos la gloria de Dios manifestada a través de Sus justos juicios (2Ts. 1:6-10). “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre… (no le digas: ‘Ah, ahora es mi turno, ahora dependes de mí, ahora vas a saber lo que es bueno’; no, si haces eso has asumido un papel que no te corresponde; si tu enemigo tuviere hambre…) dale de comer; y si tuviere sed, dale de beber”. Dios completará el círculo moral. No trates de hacerlo tú, porque si asumes esa posición te llenarás de amargura y de resentimiento, y no estarás actuando como se supone debe hacerlo un cristiano. “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal”. 


 Pero aun queda un asunto crucial que debemos considerar en este estudio. Si es nuestra confianza en la justicia de Dios aquello que guarda nuestros corazones de amargura cuando somos mal tratados y vejados, ¿cómo podemos tratar con esta problemática cuando el que nos ha hecho mal es uno que profesa la fe? ¿Cuándo se trata de uno de nuestros hermanos en Cristo? El hecho de que sea un creyente el que nos ha dañado no evapora automáticamente nuestra indignación. Es más, algunas veces ocurre a la inversa, nos indigna más porque nos sentimos traicionados. “Yo esperaba eso de cualquier persona, pero no de un creyente”. ¿Cómo manejamos este asunto ahora? Eso es lo que espero tratar en la próxima entrada, si el Señor lo permite. 


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