¿Cómo se produce la amargura en el corazón? Sugel Michelen
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IGLESIA FUENTES DE AGUA VIVA
on domingo, 6 de mayo de 2012
Como vimos en la entrada anterior, el Señor no nos da otra opción que la de devolver bien al que nos hace mal. Debemos amar a nuestros enemigos y orar por aquellos que nos persiguen. Y la razón para el mandamiento es tan poderosa como el mandamiento mismo: “Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45). Mientras perdure la edad presente, Dios seguirá repartiendo muchos de sus dones y bendiciones a personas crueles y perversas.
Hablando de los paganos que no conocen a Dios, y que cometen toda clase de aberraciones e inmoralidades, el apóstol Pablo dice en Hch. 14:17 que a esas personas Dios les ha dado testimonio de Sí mismo “haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones”.
Eso hace Dios por personas que no le conocen, por personas que aborrecen Su nombre, que no le sirven, ni le obedecen, ni le adoran; personas que son sus enemigos declarados. Y lo que nuestro Señor nos dice en el Sermón del Monte es que si somos hijos de Dios, debemos mostrar nuestra filiación imitando en esto a nuestro Padre celestial.
En Le. 6:35-36, el texto paralelo a este que hemos citado en el Sermón del Monte, dice: “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque Él es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso”. Ellos son ingratos y malos, pero Dios comparte con ellos muchas de Sus bendiciones. Él es benigno con personas que no lo merecen en absoluto, sino que más bien merecen lo contrario. ¿Tú clamas ser hijo de Dios? Debes imitar en esto a tu Padre celestial.
Ahora bien, el hecho de que seamos creyentes, no elimina la realidad de que fuimos creados a la imagen de Dios, y como tales llevamos dentro de nosotros un fuerte sentido de justicia que nos dice que el mal debe ser castigado y el bien debe ser recompensado proporcionalmente.
A esto debemos añadir la realidad de que pertenecemos a una raza caída, a una raza de gente orgullosa y centrada en sí misma; y aunque los creyentes hemos sido libertados de esa vana manera de vivir, de ese egocentrismo que caracterizaba nuestra vida sin Cristo, aun tenemos que luchar con la tendencia de ver lo nuestro como más importante que lo de todo el mundo.
De modo que cuando somos nosotros, o algunos de los nuestros, las víctimas del mal que se ha infringido, ese sentido de justicia que hay en nosotros tiende a levantarse con más violencia. Lo legítimo se mezcla muchas veces con nuestro pecado, y el asunto se empeora. El punto es que por una razón o por otra, cuando experimentamos el mal en contra de nosotros o de otros, sentimos la necesidad de ver que el crimen sea castigado adecuadamente, conforme a la falta que se ha cometido. Y eso causa una tensión que debemos aprender a manejar como creyentes.
En lo más profundo de nuestro ser moral sentimos que ese mal que se ha hecho no debe ser ignorado, pero al mismo tiempo sabemos que no somos nosotros los llamados a ejecutar la penalidad de la ley. Como dice John Piper, quien me sirvió de mucha ayuda para entender este proceso y cómo lidiar con él bíblicamente: “Sabemos que no tenemos derecho de completar el círculo moral”.
Cuando se comete una falta y el malhechor recibe su justo castigo el círculo moral se cierra. Pero lo cierto es que muchas veces ese círculo se queda abierto, o desde nuestra perspectiva no se ha cerrado completamente (el castigo no ha sido proporcional), y nosotros no debemos tomar la justicia en nuestras propias manos para cerrarlo.
¿Cómo lidiar con la indignación que eso produce? ¿Cómo impedir que nuestro corazón se llene de amargura y resentimiento? Y lo que es más difícil aun: ¿Cómo puedo amar a una persona que me ha hecho mal, y que ahora parece que se ha salido con la suya? ¿Cómo puedo levantarme por encima de mi indignación, de modo que en vez de vengarme me dedique a hacerle bien? Eso lo veremos en nuestra próxima entrada, si el Señor lo permite.
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